domingo, 14 de noviembre de 2010

Sin título

Vas vos, a la luz de la noche,
De la noche lista, de la noche loca, glamurosa noche,
Vos como espejismo nocturno,
fuego de chimenea,
Hojas para maniacos escritores,
Burbuja de shampoo,
Canción a la media noche,
Traguito de tequila con limón.
Vos, corazón de melón.
Caminata bajo nubes de luces
Humo con sabor a Lucky Strike
A marlboro light, a marlboro rojo
A cerveza fría en la tienda en ruinas
A canción de rockola vieja
Telaraña, y la araña pasa.
Vos como desaforada y anhelada noche.
Barriguitica dueña de tu ombligo,
de tu propias mariposas,
de las mías también,
De sabanas cálidas, en la fría noche.
Burda noche de pacotilla
Tan oscura que no te veo.
Noche muda, noche fresca, casi fabulosa,
¿Qué es lo que esperas bajo ella?
Insaturada en colores,
Insaturada de vos
De tu olor narcótico
de caja de cristal
de farándula improvisaba
de hamburguesa callejera
de traguito de tequila mi amor
midnight, moonlight ,
luna please don’t leave alone
que me da miedo su presencia fantasmal
Si la tuya, que me duele
hasta que me dejes saturarme en vos

lunes, 8 de febrero de 2010

BOSQUE DE PINTALABIOS.



Es un paraíso, un bosque realmente amplio, tanto que no se lo alcanzarán a imaginar solo con mis palabras. Había un gato, un gato negro. El gato estaba en los brazos de su papi que es uno de los tantos Pablos que provienen de España. Un tatuaje en el brazo en forma de tribal y un cuento mal echado de su pasado con los animales y la vida de poca alcurnia donde todos sabemos que Pablito, no es mas que un burguesito de la capital de País Vasco. Detrás del jadeo estaba la ultrafememina figura que delataba una guitarra, con la que Pablo tocó una canción. Eran tiempos de Chesco y el fabuloso mundo de la moda, un verano en la España de los placeres, de Barcelona querida por todos y querida por mí que no soy todos. El mundo me llevaba cada hora de mi existencia nocturna a desear el abrazo de un clemente pervertido en el recodito hábitat de una calle de estilo catalán, un sueño pronunciaba unas palabras alentadoras y un bombillo interrumpía la oscuridad anhelada por mi cuerpo sin camisa en una silla recostada en la blanca parelilla que colinda con la puerta de la vieja casa donde estaba sentado. Ese sueño se convertía en realidad varias veces a la semana; en una motocicleta vieja, de esas que uno ve en las películas cuando filman en Roma, llegó Chesco la última noche que vi su cuerpo perseguir el mío mientras la tenue luz de la lámpara de colores era testigo del encuentro de ambos cuerpos ultra atléticos como a mi me gustan. Pero ¿será ese mi error con H? Desear los cuerpos caros en lujuria y pobres en espíritu. Era claro que por mi fornicado pero bien cuidado cuerpo habían pasado más de los hombres que podría contar con los dedos de mis manos y de mis pies: Pablito, Chesco, Patrick, etcétera, pero lo que no tenía claro era el momento desde que mi inocencia se transformo en imprudencia y mis saberes mundanos alcanzaron a mis saberes académicos, esos por los que tanto luche, lloré y hasta peleé cuando aun vivía en los tiempos del “college” en Londres, en el pretérito donde todo mi circulo tenía la manía irremediable que aun poseo pero no frecuentemente, de llamarnos a nosotros mismos en tercera persona. Pero aquellos tiempos murieron y siempre que pensaba en ellos el estómago se me quería revolver y los sentimientos me querían inundar. Y me inundaron ese día que pasaba por las afueras de Puticlub, cuando lo vi y pensé: que sea lo que Dios quiera. Y al parecer lo que Dios quiso fue que me alejara lo mas prontamente del lugar por el andén de enfrente, sin mirar atrás y con una lagrima de cocodrilo en mi mejilla.


Fue una noche, sonaba una y otra vez la puerta de mi casa, y como era de esperar hubo sido Miranda Lafontaine, con un hermoso vestido en pro de lucir, en seda de rayas turquesas y blanco hueso, tacones negros supremamente clásicos y los labios pintados con un carmín rojo que indiscutiblemente mostraban el estilo de esa mujer con piel de blanca nieves y cabello negro de oriente. En su mano traía una botella de vino chileno, un cabernet sauvignon y aunque yo sabía que su más apetecido solía ser syrah, había querido complacer el paladar de Nicolás de Bill. Esa noche el pequeño saltamontes de casi uno punto nueve metros de estatura compartió un menú del cerdo al curri con arroz de coco acompañado por una ensalada verde con Miranda, mientras sostenían una conversación del grano del encuentro.
- Fue en la estación del metro. Ese día tú y yo también nos vimos, yo portaba un vestido que parecía un camisón grande, uno de listas grises y blancas delgadas en dirección horizontal. Aun tenía el pelo rubio – Una pausa, mientras toma un sorbo de vino – Buen vino.
Tal vez yo sentía gran incomodidad frente el tema de conversación, pero ella debía de tener el ego pisoteado.


Intenté volver al bar luego de dar la vuelta a la manzana, pero fue demasiado tarde. En su defecto encontré a Pablito con su guitarra de color azul, tocando una canción de su propia autoría: El bosque de los pintalabios. Una copa de licor cualquiera siempre hace que reevalúe lo evaluado y que replantee lo replanteado y ese día no fue la excepción, pero por mas que esta gota frágil logre salvarse ante la inclemente crueldad de un piso de mármol o de un balaústre en el mundo de la obra negra, la cabeza siempre llegaba a la absurda conclusión de que ese hombre que tanto odio y que no es tan maravilloso es aun mi objeto a celar, aunque cuando estoy cerca de él lo que siento es ganas de alejarme.


Alvaro Díaz
Medellín - Antioquia.
Colombia.
2009.